martes, 19 de junio de 2012

El Gato Negro - Adaptación



La siguiente es una adaptación del final de El Gato Negro, de Edgar Allan Poe. Escrita por María Angélica Pineda. A continuación el link del cuento completo; un fragmento del cuento precedente a la adaptación.

http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/poe/gato.htm

(...) Al cuarto día del asesinato, un grupo de policías se presentó inesperadamente y procedió a una nueva y rigurosa inspección. Convencido de que mi escondrijo era impenetrable, no sentí la más leve inquietud. Los oficiales me pidieron que los acompañara en su examen. No dejaron hueco ni rincón sin revisar. Al final, por tercera o cuarta vez, bajaron al sótano. Los seguí sin que me temblara un solo músculo. Mi corazón latía tranquilamente, como el de aquel que duerme en la inocencia. Me paseé de un lado al otro del sótano. Había cruzado los brazos sobre el pecho y andaba tranquilamente de aquí para allá. Los policías estaban completamente satisfechos y se disponían a marcharse. La alegría de mi corazón era demasiado grande para reprimirla. Ardía en deseos de decirles, por lo menos, una palabra como prueba de triunfo y confirmar doblemente mi inocencia.

Pero decidí callar y guardar mi alegría para mí mismo. Hablar tan dichosamente frente a estas circunstancias podría levantar nuevamente las sospechas que había acabado de quitarme de la espalda. Los policías se marcharon y la plenitud y el gozo me invadieron, ya nada podría perturbarme. Libre de sospechas y sin la presencia de aquel demoniaco animal, mi vida podría seguir totalmente tranquila de ahora en adelante. Y así fue.

Pasados unos cuantos meses la desaparición de mi esposa fue declarada un misterio –nadie pudo nunca dar con su paradero ni hallar a un culpable– y nadie pudo imaginar nada en contra de aquel devastado esposo que fui durante algún tiempo para la sociedad. Cuando su caso fue totalmente olvidado y el tiempo pertinente para guardar luto se cumplió, ya no tuve que fingir más mi paz y mi gozo ante nadie. ¡Era libre al fin!

El sabor de la libertad era lo más exquisito que había probado desde hace mucho tiempo, me llenaba de vida y me sentía pleno. Ahora podía pasearme tranquilamente por la ciudad; mi temperamento fue cambiando nuevamente y ahora me hallaba renovado y con más alegría que nunca; era un siniestra alegría, pero era alegría al fin y al cabo.

Entre tanto gozo, un buen día decidí que me sentía sumamente hastiado de la soledad que había en mi oscuro y terrorífico hogar –he de decir que era yo el único que encontraba acogedoras tan particulares condiciones de mi residencia: tan lúgubre lugar me llenaba de un extraño júbilo– y que hora buena era para conseguir compañía, quería una nueva esposa.

Tan pronto como aquel pensamiento llegó a mi mente decidí poner en marcha un plan para hacer realidad mi deseo. Fue entonces cuando decidí poner un poco más de empeño en mis vestidos y peinado, en mi limpieza y mi olor; y salir más seguido en busca de una víctima buena y joven mujer que pudiese satisfacer mis caprichos.

Los días pasaban y mis intentos se veían frustrados unos tras otros. En cuanto intentaba acercarme a una mujer, en su rostro se dibujaba una mueca de asco y con unos pasos muy poco disimulados huía lejos de mi presencia. Había también aquella a quien sorprendía sumergida tranquilamente en la lectura de un libro o en medio de sus meditaciones en algún parque; sigilosamente me acercaba hasta ella sin que pudiese percatarse de mi cercanía y en cuanto la distancia era adecuada, lanzaba mi saludo, al cual lo sucedía una ligera sonrisa amable de la aludida antes de que esta levantase la mirada hacia mi, porque en cuanto lo hacía, no sólo el asco se dibujaba en su rostro sino también el horror que la hacía empalidecer de inmediato. En tanto podía reaccionar, la mujer se levantaba bruscamente de su lugar y huía en busca de alguien que la ayudase. Mientras tanto yo me quedaba tranquilamente sentado, viendo cómo corría lejos de mí; antojándoseme delicioso poder alcanzar a aquella frágil figura, tomarla entre mis manos y retorcer cada uno de sus débiles huesos, escuchar sus gritos desgarradores, sentir su tibia sangre sobre mi cuerpo... ¡Ah! ¡La utopía se encuentra en el horizonte!

Pronto, harto de tanta frustración a causa de mis fallidos intentos, consiente del porqué de mis fracasos –ya era un hombre viejo, además no poseía ninguna fortuna que fuese atractiva y el espejo reflejaba un rostro lúgubre y ensombrecido por la maldad pura, a pesar de que yo me sentía de lo mas alegre– entendí que nunca lograría que por voluntad propia alguna mujer decidiera estar conmigo.

Pero necesitaba compañía y no pensaba dejar mis deseos insatisfechos. Fue entonces cuando en cada esquina del pueblo dejé un anuncio de trabajo: ‘‘SE NECESITA CRIADA’’, rezaban junto con los datos de mi residencia… Algunos días después empezaron a llegar las aspirantes a la vacante. Una a una las analizaba profundamente: su cabello, su piel, su rostro, su forma de moverse y de hablar; pero ninguna de ellas me complacía. Ya empezaba a perder la esperanza de encontrar alguna que cumpliera con mis estándares, cuando, durante el crepúsculo del quinto día de búsqueda, entró por la puerta una adorable joven de tez blanca y luminosa, cabello negro como la noche que descendía en hondas hasta su cintura, enormes ojos claros de un azul intenso y expresión inocente, delgada, frágil, graciosa, pura, hermosa. Era ella.

Entró temerosa al viejo y polvoriento estudio donde me hallaba. Se sentó frente a mí y sus ojos se tornaron errantes, el miedo la invadía pero la necesidad era mayor que este y se veía obligada a permanecer ahí. Su padre se hallaba muy enfermo y lo que ganaban sus dos hermanos no era suficiente para el sustento y los medicamentos. Necesitaba el trabajo y por supuesto no tuvo que responder muchas preguntas para ser aceptada.
Al día siguiente llegó a primera hora de la mañana con un par de maletas en sus manos. La dirigí a su habitación, un pequeño cuarto, oscuro y deteriorado. Ella lo miró con un poco de asco, pero resignada empezó a organizar sus cosas. De ahora en adelante estaría de tiempo completo conmigo.

Los días pasaron y ella tan sólo se limitaba a hacer sus quehaceres. No me dirigía la palabra sino para lo absolutamente necesario, y cuando lo hacía podía sentir en su voz el esfuerzo inhumano que hacía para hablarme. Descubrí que si quería que ella se acercara a mi, debía actuar un poco. Decidí entonces utilizar una máscara amable y cordial, hasta dulce, diría yo. Unos meses después su actitud hacia mi había cambiado un poco, ya no se asustaba para hablarme pero aun así cada cruce de palabras se encontraba rodeado por una fría atmósfera que comenzaba exasperarme. No era eso lo que yo quería. La anhelaba yo entre mis brazos, consumirla, hacerla mía; fuese como fuese lo lograría…

Aquella tarde oscura llovía como nunca, las gotas golpeaban sobre el techo y los relámpagos y truenos irrumpían feroces la oscuridad y el sordo sonido de la lluvia al caer. Estaba ella organizando mi habitación, distraída, sumergida en su labor. Yo observaba ávidamente su pequeño cuerpecito, el vaivén de sus caderas mientras fregaba el suelo. Poco a poco un loco ardor me consumía, me llamaba a ella… Con unos cuantos pasos rápidos llegué a la puerta del aposento y de un solo golpe la cerré. Su rostro giró hacia mí y de inmediato el pánico se perfiló en él. Su horror sólo lograba aumentar en mí el frenesí, y en cuestión de segundos salté hacia ella. Sus gritos y lágrimas aumentaban mi deseo; a la fuerza me adentré en su cuerpo, indefenso ante el mío, y disfruté de cada súplica y lamento que desgarraba su voz. La locura no cesó sino hasta el cansancio, el mío, por supuesto. Y claro, también hasta el momento en que aquella frágil figura no puso más resistencia, así ya no era divertido…

Hastiado del juego la dejé en medio de un caos de retazos de ropa y sangre producto de su virginal condición y la brutalidad de mis actos. Su trémulo cuerpo abandonado sobre mi cama, no causó en mi más sino repulsión. Me apresuré a llevarla al sótano –si, el mismo lugar donde había ocultado antaño a mi difunta esposa– y mientras la bajaba su mirada se perdió en la nada y su cuerpo, aunque débilmente, seguía temblando. El brillo en sus ojos de mar fue desvaneciéndose y su mirada ausente me hizo ver que ahora tenía en mis brazos un cuerpo con vida pero sin alma.
Si contemplaciones arrojé su desnudo y pálido cuerpo sobre el frío suelo, y me apresuré a subir nuevamente para buscar las herramientas y destapar aquella pared donde se encontraba el cadáver de mi nunca encontrada esposa. Tardé algo en volver, pero, en cuanto bajé, deseé nunca haber bajado nuevamente…

Con herramientas en mano, eufórico por lo que había hecho y expeliendo adrenalina por lo que iba hacer, llegué al sótano nuevamente. Y allí estaba su cuerpo, que empezaba convulsionarse enérgicamente. Por un momento pensé que estaba recobrando fuerzas, y entonces, cuando me acerqué a ella para dar el golpe final, noté que en su vientre se movía –al mismo ritmo de los espasmos– alguna criatura que crecía rápida y tumultuosamente. En medio de mi parálisis a causa de aquel espectáculo, observé con horror infinito cómo de su sexo brotaba un repugnante ser negro y cubierto de sangre. Aquella cosa giró de súbito su cabeza hacia mí y me observó con un solo ojo desdeñoso; entonces busqué el par pero en su lugar tan sólo encontré un agujero vacío y pútrido. Rápidamente bajé la mirada y para mi desgracia, ahí estaba: esa mancha que alguna vez fue blanca pero que hoy se veía carmesí y que aquel día inmovilizaba todo mi cuerpo de puro terror. Un gruñido suyo revivió mi sistema nervioso y corrí lleno de pánico, tropezando con cuanta cosa se hallara en mi camino, en búsqueda de un lugar lejos de él. Pero justo cuando ya me encontraba próximo a alcanzar la puerta, de un golpe calló ante mis pies y tras de ella dos figuras altas y jóvenes saltaron sobre mi, derribándome al suelo. Eran los hermanos de la joven de los ojos de mar. Tras ellos entraron media docena de policías quienes, guiados por un quejido, sordo y entrecortado, semejante al sollozar de un niño, –que luego creció rápidamente hasta convertirse en un largo, agudo y continuo alarido, anormal, como inhumano, un aullido, un clamor de lamentación, mitad de horror, mitad de triunfo, como sólo puede haber brotado en el infierno de la garganta de los condenados en su agonía y de los demonios exultantes en la condenación–, se dirigieron al sótano y, en cuanto los hermanos vieron tan deplorable escena, me golpearon incansablemente.


Y desperté aquí, en este frío, oscuro, húmedo y maloliente cuarto. Uno de los jefes de policía me ha contado lo que sucedió después de que quedé inconsciente. El gato, aquel maldito y demoniaco gato, ingenió la forma de enseñar a los policías la ubicación del antiguo cadáver, que saltó asquerosamente descompuesto frente a los ojos horrorizados del público y mi delito fue descubierto. Sumando al él este nuevo, me ha anunciado que hoy es mi último día en este mundo. El patíbulo me espera.